viernes, 6 de mayo de 2011

0 Diarios inútiles: 05 de mayo de 2011

El día comenzó mal.

Tenía que haberme fijado en los augurios, pero me levanté animoso, así pues en viendo que mi pierna no parecía dar mucho la tabarra me dije: démonos una vuelta. El correo traía malas nuevas. Juan Antonio Mora, poeta y editor de La hamaca de lona, una de las más antiguas revistas de poesía, me envía la que dice por carta ser la última. En el tono se le nota cansado, aburrido, hastiado de todo. Abandona después de 14 años de lucha. Me produce una gran pena. No sé qué decir. Me siento en la terraza del bar junto a mi portal a leerla y tomar un café.

Al rato mi hermana me deja un mensaje en el móvil felicitándome el cumpleaños. Deben de tener tal bolingón en Sevilla con la Feria de Mayo (o de abril, según se mire) que no se ha dado cuenta que aún faltan dos días. Se lo comento al camarero mientras respondo al mensaje. El tipo me dice que felicitar antes de tiempo trae muy mala suerte. Sonrío. No será a mi.

Me levanto y en ese momento un dolor agudo me atraviesa la pierna. Subo como puedo a casa y me quito la venda. Mi pierna está hinchada y la herida no tiene buen color. En el blog mi amigo Sulle me recomienda que vea a mi médico. Me llama Marisol. Cada vez me duele más. LLamo al 016 para que me informen y me recomiendan ir a urgencias. Antes de salir de casa me limpio la herida, me adecento, me afeito, me aseo, me visto con decoro aunque con bermudas, para que los pantalones no me rocen y me voy al Clínico (o cínico, no sé). Son las 12:25.

A las 13:00 me ponen un brazalete con mi nombre y un número, tras explicar mi caso, y me dicen que espere en un cuartito donde un millón de personas se apiñan entre lamentos y cuchicheos. Aunque me ven con mi garrota de lisiado, cojeando y con la pierna vendada nadie me cede un sitio. Tras un pormenorizado estudio descubro que el bulto que habita el asiento al lado de una señora es una mochila enoooorme con un abrigo encima. Cuando le indico si está libre el asiento se levanta ofendidísima, me dice ¡Qué cara!, recoge sus cosas y se va. Todo el mundo me mira. Y mal.

A las 15:00 nignún médico me ha reconocido. Llega un guardia de seguridad y nos recuerda que en la sala sólo puede haber pacientes, que los familiares han de esperar en otra sala. Como nadie le hace ni caso el tipo empieza a preguntar quién tiene y quién no brazalete. De repente 999.990 personas, entre gritos de ¡no hay derecho¡ o ¡no tienen vergüenza¡ salen de la sala. Ahora el sitio sobra: yo que pensaba si habría descarrilado un tren...

A las 17:00 todos los pacientes menos yo han sido relevados por otros pacientes. Como tengo una clase a las 18:00 le pregunto a la chica de la recepción si van a tardar mucho. No lo sabe, pero en mi estado cree que aún tardaré. Ante mi extrañeza me contesta que como externamente no parece grave lo mío están dando paso a los que ven más urgentes, que son todos los demás. Me doy cuenta de mi torpeza, de mi estupidez. Si en vez de venir afeitado y limpio, vendado y bien vestido hubiera venido sucio, oliendo mal, con los pantalones viejos y en chanclas y con la herida de mi pierna al aire, con la mercromina mal echada y soltando pesarosos ayes... ¡Hace horas que estaría curadito! Soy un penco. A tenor de mi estulticia, humillado y vencido, me voy a casa.

Son las 18:30. Se me ocurre pasar antes por mi consultorio, por si me pueden recetar al menos algo que me alivie el dolor. La verdad es que medio llorando le cuento mi pequeño calvario a la recepcionista.Y aunque ni es mi turno ni he pedido cita previa me reciben, me asignan un doctor, me ausculta, me envían a enfermería, me vacunan del tétanos, me limpian la herida, me cuidan y me curan, en suma. Por vez primera en todo el día me siento algo reconfortado.

Cuando a las 19:40 salgo a la calle la recepcionista, que se está fumando afuera un cigarrillo, me dice: - La próxima vez que vaya a urgencias, aunque sea para que le den una receta, vaya como si se hubiera caído de un andamio. Hágame caso.

Sonreímos.

Por no llorar.

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